Algunos de nuestros vecinos leen el Corán en silencio,
humildemente, arrodillados en el suelo. Parecen sentirse
reconfortados con las palabras del profeta. Otros llevan
medallas de vírgenes a las que besan con devoción cuando
nombran a sus hijos o a sus maridos. Admiro profundamente
a todo el que se siente infinitamente pequeño por una vez
en su vida. Pido a Dios que me devuelva la fe y le prometo
que mi hijo hará la comunión vestido de almirante.
Nosotros, en cambio, sólo tenemos este libro
sin parábolas, ni versículos, ni prometedores reinos de otro mundo.
Y a Esteban, nuestro fisioterapeuta, que explica
una vez más qué sentirá el paciente, cuáles serán
sus miedos, el alcance de su dolor.
Hay algo de Mesías en su media melena y su barba
despeinada o, simplemente, yo he perdido la
chaveta antes de reencontrar la fe.
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